La Medicina –especialmente la Psiquiatría-, junto a la Psicología y al Psicoanálisis, han sido desde la Modernidad y a lo largo de un tiempo prolongado, una herramienta de clasificación de sujetos.
Tal es así, que hasta la actualidad podemos encontrar extensos y elaborados informes que plasman bajo un rótulo -el “casillero”- a los pacientes que acuden a consulta. En muchos casos, aun cuando el motivo de consulta no se encuentre determinado por la demanda de la resolución de un conflicto -sino, por ejemplo, para el asesoramiento respecto de alguna situación puntual-, se designa igualmente a los consultantes como “pacientes”.
En el marco de la Medicina, sabemos que los motivos de quienes acuden a consulta se
relacionan ampliamente con lo biológico -aunque cada vez se contempla más lo psicológico- y, por consiguiente, cada una de las especialidades que se integran en esta ciencia se desarrollan en relación con una característica, rasgo o porción de ese cuerpo biológico, o, mejor dicho, con alguna perturbación de los mismos.
En Psicología, las ramas u orientaciones también son diversas, a partir no sólo de su objeto de estudio, sino además por su forma de abordaje, sus métodos y técnicas. Todas ellas, en conjunto con el Psicoanálisis, abordan al sujeto, o a su conducta, o a sus relaciones, incluso al inconciente.
Si bien cada orientación plantea un marco teórico diferente, muchas veces se cae en largos procesos educativos de especialización para lograr un ejercicio adecuado de las mismas, de manera que se respeten los parámetros éticos que rigen nuestra labor como psicólogos, cualquiera sea el lineamiento que adoptemos.
Dentro del contexto de formación profesional, resulta claro cómo el apego a las fuentes teóricas pueden implicar obstaculizaciones al ser tomadas al modo de un manual, sin adoptar una postura crítica respecto de las mismas.