Conforme a una clasificación propuesta por Jacques Lafitte, los medios de transporte
se pueden considerar como máquinas universales: por un lado, funcionan como «máquinas
activas» que transforman energía en movimiento; por otro, son igualmente «máquinas
pasivas» que organizan el espacio, asignando un lugar particular al usuario con respecto al
paisaje y a los otros pasajeros. Gracias a este carácter doble, pueden provocar varios efectos
secundarios que se suman a su función primaria de locomoción. Un tren no solamente
desplaza al viajero, sino altera también su percepción del mundo, su interacción con el
entorno social y hasta su experiencia de sí mismo. Si bien tales efectos del tránsito generalmente
cuentan poco en discursos administrativos, económicos o ingenieriles, desempeñan
un papel tanto más importante en la literatura que tiende a subrayar tanto el contexto
cultural de las técnicas del transporte como lo que Simondon llama la «margen de indeterminación»
del objeto técnico. Esto se puede ver con particular nitidez en la narrativa
del escritor argentino Hernán Ronsino, sobre todo en sus novelas La descomposición (2007),
Glaxo (2009) y Lumbre (2013). La así llamada «trilogía pampeana» formada por ellas hace
de la ciudad provinciana de Chivilcoy el teatro de una locomoción permanente, tan multiforme
como polifuncional. Por una parte, la obra explora con precisión casi etnográfica una
cultura vehicular periférica, marcada por la contemporaneidad de lo incontemporáneo; por
otra, vincula dramáticamente transporte y transgresión. En la pampa de Ronsino, el tren
no se sustituye al caballo, sino coexiste con la tracción a sangre que persiste todavía cuando
el ferrocarril ya ha desaparecido y es recordado como un vehículo con dos rostros, tan útil
para la evasión estimulante como para la agresión asesina; y la bicicleta, otro sucesor del
caballo «bárbaro», no se presta solamente a una exploración detenida del espacio urbano,
sino también al agotamiento total del ciclista desenfrenado.